El otro día me senté, a tomar café, en un
breve espacio de libertad que me había auto concedido. Tenía tantas cosas que
hacer, tantas decisiones difíciles sobre mi espalda, tantas responsabilidades
para con los demás, que me dije: No vas a hacer nada. Ahora mismo te bajas a la
cafetería, te sientas al sol y te burlas de la vida. Al menos durante el
intervalo de un café con leche.
Tampoco era mucho pedir, tampoco me iban a
conceder la medalla al valor por aquello, sólo era una pequeña rebeldía ante
una vida que sentía que me estaba presionando demasiado.
Me senté al sol. Café con leche, tarta de
zanahoria y sacarina. Sin frenos y cuesta abajo, me sentía valiente. Aunque la
operación “libérate”, en realidad, solo me entretuvo los diez minutos que tardé
en beberme el café y comerme lo que le acompañaba. Porque ejecutadas estas
estrategias de evasión, me quedé, cual pasmarote, mirando a la nada, entre un
pesado aburrimiento y un sentimiento de culpa pesado. Tenía que aguantar. No
podía perder tan pronto la misérrima batallita. Barajé varias opciones: el
móvil que llevaba en el bolso, el periódico del bar, contar palomas...
–¿Está libre la silla?
-dos "chicas violeta y plata", como yo, que intentaban acomodarse en
la mesa contigua.
–Sí, sí –les respondí.
Y me quedé mirando al cielo como si las nubes
me importaran. Y de paso, lo confieso, atenta a su conversación por si ésta
lograba mantenerme en mi rebeldía.
Hablaron del tiempo que hacía que no se veían,
de los hijos de una y los viajes de la otra, de política y de lo mal que iba el
mundo.
-Una sociedad dormida, eso somos --hablaba la
viajera sin hijos de apariencia independiente- Aunque lo peor es que la mayoría
de las personas ni tan siquiera son conscientes de ello. Sonámbulos que
dormidos se creen despiertos. Ya no existe literatura, sólo libritos de cuentos
para adultos, ya no hay cine, sólo fuegos pirotécnicos que repiten una y otra
vez los mismos clichés de siempre. La política es publicidad y la vida la hemos
convertido en un simple objeto de consumo. La mayoría de la gente vive sin ser
consciente de sí misma. Como un pez. Que nace, se reproduce y muere en las
aguas que le han tocado en suerte, sin preguntarse más.
-Chica, tienes razón -dijo la amiga con hijos-
Te metes en los problemas del día a día y vas como burro con orejeras. Detrás
de la zanahoria y sin mirar más allá. Yo, desde luego, te aseguro que sí soy un
pez, siempre he hecho lo que se suponía que me tocaba hacer en cada momento,
buscar un trabajo, una pareja, tener hijos, una casa… Igual la gente como tú, que ha viajado y leído tanto, tenéis otra perspectiva pero yo, desde luego,
siempre he ido a rebufo de lo que me ha dictado el momento.
-Yo también soy un pez, no te creas -respondió
la viajera- Sólo que hay algunos que somos más complicados y nos pensamos. ¿Por
qué nacemos? ¿por qué se mueven las aguas? ¿qué hay más allá del río? ¿por qué
la corriente me obliga a ir en esa dirección? ¿es el único camino posible?
Aunque la verdad, también te digo, que al final todo eso poco importa. Nos
pensemos o no, todos somos peces.
Y llegados a este punto, me levanté y abandoné
el sol. Yo era un pez con un montón de cosas por hacer y de la vida lo único
que sabía era abrir y cerrar la boca. No para decir nada, sólo para tomar aire.
De todos modos, pensé, aunque al universo le dé igual, yo también prefiero que
existan peces raros. De esos que siempre se preguntan que habrá más allá de la
pecera. Más que nada, por si algún día tenemos que dar un salto.
Saludos amigas, un abrazo y, ya sabéis,
cuidado con la vida.
Fiona L.
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