Es lo que pasa. De la “teoría del caos” no tengo ni idea, pero de su práctica, lo que queráis.
Me
llevo fiambrera al trabajo, como deprisa y camioneta al hospital, a 30 Km. de
la ciudad. Veo un cartelito en una
ventanilla del autobús al bajarme. No me paro a leerlo.
Avanzo
varios centenares de metros por el interior del hospital, con las instrucciones
de recepción y de mi cuñada en algún lugar del cerebro. Las máquinas de café me
saludan con alegría con sus luces por los pasillos desiertos.
La
ambulancia de mi padre, que no llega. Mi hermana, que está con ellos: “Habla
con el especialista, a ver si puede esperarnos”. Media hora después, aparece
una enfermera con “pijama” amarillo. Hablará con el médico.
Treinta
minutos después, hablo con mi madre: “Nada, tu hermana a reclamar y aquí no
aparece nadie.” La enfermera viene directa hacia mí: que el médico quiere
habla conmigo, en cuantito salga un paciente. La veo salir por la única puerta
iluminada, que debe dar a otro pasillo sin final. Me da que está atendiendo a
varias consultas simultáneamente.
Me
pongo en modo de espera, como una centinela, delante de la única consulta
ocupada de las ocho que tiene la zona. Todo está a oscuras, menos el exterior,
donde aún es de día, y mis amigas las máquinas de café, con sus botellas de
agua gigantes y más cosas iluminadas.
Rememoro la tarde anterior, cuando recorrí otros 50 Km. para acompañar a mi madre mientras mi hermano se quedaba con mi padre; dejó el bolso atrás y arrancó el coche conmigo al lado. Es un escaso kilómetro por la antigua nacional.
- A ver si puedo aparcar.
- Mamá, deberías pensarte lo del coche.
- Divinamente, hija. Para venir hasta aquí, de sobra. Cuando vea que no puedo conducir, lo dejo.
Dimos un par de
vueltas a la rotonda:
- Pues no hay sitio.
Voy a probar arriba
¿”Arriba”?, pienso
yo. Pues hay una buena cuesta. Y es dirección contraria…
- No, hija: “encima”
de la acera…
- Pero… ¿puedes?
-¡Hombre, claro! Me
conocen los municipales, el del supermercado, los de la farmacia….
Casi
grito que frene cuando la acera acaba en escalón y hay una furgoneta de frente
aparcada. Debo exagerar, porque el individuo apoyada en ella nos miró pero hizo
como que no se inmutaba. Menudo salto habría dado yo.
- Hala, hija, a ver si no tardamos mucho… Oye, ¿no me estarás ocultando algo, no?
- Hala, hija, a ver si no tardamos mucho… Oye, ¿no me estarás ocultando algo, no?
Le
explico que no, que mi tiroides andaba un poco bajita y por eso estaba más
cansada. Que me han subido un pelín la tiroxina, y ya. Me ahorro contarle las
tres semanas que no daba pie con bola, la tensión parecía por los suelos y no
remontaba. “Ahora” me siento mejor.
Ahora
llama mi hermano, incrédulo: “¿Y cómo has llegado hasta el hospital? ¿Y a tu casa, cómo vuelves? Hay huelga de autobuses…”
Vaya,
eso explica el cartelito del cristal, el que no leí. Puede que viese algo de
“Servicios mínimos”. La suerte que tengo.
El
último paciente de la sala de espera sale de la consulta. Oteo entre la puerta
entreabierta, y llamo con los nudillos. El médico ya sabe quién soy: la
consulta acaba en quince minutos. No va a llegar la ambulancia. Hablamos sobre el estado de mi padre y
prepara una nueva cita.
Son
casi las 9 de la noche, hora peligrosa para coger el que puede ser el último
autobús a la ciudad. Me pongo “en modo comando” y recorro los interminables y
solitarios pasillos del hospital a toda pastilla (nunca mejor dicho). Las
referencias propias y de mi cuñada me colocan justo en la salida más cercana a
la parada de los autobuses.
Y sí,
hay un autobús. Y sí, mi instinto me dice que es “el mío”… Paso de la acera a
un trozo de tierra, y corro hacia el pequeño
talud que me separa del autobús.
El zapato resbala y miro al conductor. Sé que va a arrancar. Ni un metro me queda a la puerta del bus… El hombre mira al frente, pero la puerta se abre. Le doy las gracias y subo; detrás se oyen otras voces de mujer: -¡Espere! ¡Espere!
El zapato resbala y miro al conductor. Sé que va a arrancar. Ni un metro me queda a la puerta del bus… El hombre mira al frente, pero la puerta se abre. Le doy las gracias y subo; detrás se oyen otras voces de mujer: -¡Espere! ¡Espere!
El
conductor hace un gesto contrariado… pero espera.
Ya estamos todas arriba.
Diez
y media y en casa. Notita en la nevera: “¿Puedes echarle un vistazo al router? No funciona. Ni se enciende, ni
nada.”
Uhm…
Uhm…
Dejo
la impedimenta por ahí y me acerco “al bicho”. Hay que fastidiarse. Aprieto
todas las clavijas visibles: nada, no enciende.
Cojo
el primer cable y lo sigo. No puedo tener mayor suerte: el enchufe está sobre
la mesita.
Me
pongo “gallita”:
- Aquí el servicio técnico. Ciento cincuenta euros me debes… ¿El qué? Pues que estaba desenchufado. Sí.
- Aquí el servicio técnico. Ciento cincuenta euros me debes… ¿El qué? Pues que estaba desenchufado. Sí.
Mi
parte contratante: -Ah… pues ha debido ser cuando han venido los de la
comunidad a lo de la terraza… Han debido desenchufar el router para enchufar un taladro…
¡Ja!
¡La “teoría
del caos” se esconde en un enchufe!
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