Fotografía: Seth Casteel
Pues
iba yo tan contenta y feliz a la clase de aquagym, pero ya no quedaban plazas.
Así
que miré los horarios, y decidí esperar una media hora a que empezasen unos
ejercicios de hipopresivos con una fisio que los hace muy bien, y mientras,
trastear un poco con los aparatos de la zona común del gimnasio (o sea, para torpes
y principiantes, como yo). Y
hacia allí me encaminé, con paso y porte atlético.
Alguien
me llamó y me abrazó efusivamente. Se trataba de una compañera de un grupo de
senderismo, con el que habíamos realizado numerosas travesías, algunas
inolvidables, hacía… pues casi, casi, treinta años. No nos veíamos desde
entonces.
Detrás
venía la fisio de la que os hablaba, una mujer joven muy madura para su edad, con un radar en la mirada
que da escalofríos; nos reímos las tres, por el encuentro y la oportunidad
de la casualidad. Mi amiga me daba en el brazo con la mano, y le decía a la
fisio que yo era de las fuertes, que aguantaba, que qué cosas había hecho.
Yo
no lo recuerdo así, aunque claro, es verdad que era muy joven y disfrutaba
mucho con todo, con la gente, con los paisajes, con el simple hecho de caminar,
y en medio de la naturaleza.
La
fisio, una buena profesional a cuyas actividades voy
siempre que puedo y que sé que no se pasa con la exigencia, conoce
perfectamente mi estado físico actual, concretamente mi esqueleto y sistema
muscular.
Su
clase de estiramientos fue la primera a la que fui en el gimnasio, a los dos meses
del radioyodo, y en medio de una carga laboral imposible. Me pasé la hora
relajando, estirando, boca arriba, boca abajo, de pie, sentada… llorando, en
silencio, las lágrimas sin dejar de caer.
No
dijo nada ni nunca me preguntó, no eran los ejercicios; pero a mí se me
encendió una luz roja, y comprendí que lo importante era mi salud, y que tenía
que bajar el pistón “ya”.
La
que hacía “grandes cosas” en nuestra época de senderistas era mi antigua
compañera; tenía un físico envidiable, que conserva. Prácticamente no ha
cambiado nada. Pero de lo que me percaté al instante fue de la falta total de
energía en su mirada.
Nos
sentamos en el rincón de las máquinas de bebidas y demás, mientras veíamos
pasar camino del sótano a los que iban a una clase de ésas que te encierran en
una sala a oscuras con música de discoteca (¿existen, aún?) y luces girando, y
tú haces el canelo montada en una bici y a toda pastilla, claro.
Y hablamos.
Pero eso mejor os lo cuento mañana, o pasado mañana.
Me
gustó esta foto desde el momento en que la vi.
Y,
sí: quiero ser una perrita de aguas, meterme en los charcos, seguir a mi dueña
o dueño corriendo por el barro, sacar la lengua, dormir cuando estoy cansada,
comer cuando tenga hambre, y atravesar ríos para después secarme y mojar a todo
el mundo.
Y ya
sabéis por qué he escrito “perrita de aguas” y no “perra de aguas”, que todo se
malinterpreta y hay que explicarlo, y que salvo que escribas género literario,
hay que calificar y calificar y venga a calificar un sustantivo tan noble como
“perra”. Pero, vamos, que no digo yo que no, si no puedo ser “perrita de aguas”.
De momento no voy a cambiar la orientación del blog … no me llenéis el correo
de peticiones.
Tratad
de sonreír a la vida. Cuidémonos. Haced el tiempo que podáis lo que os gusta.
Yo
voy a mirar un rato la foto de la perrita de aguas y una mía, a ver qué se
puede hacer, y a los árboles bajo la lluvia.
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