De mi pasado intrépido recuerdo cuando, junto a una amiga, nos
fuimos a Picos de Europa. Éramos jóvenes y montañeras. Tiempos pretéritos. El
caso es que anduvimos varios días, montaña arriba y montaña arriba (allí, hacia
abajo, sólo se puede ir cuando te vas), aprovechando una semana caprichosamente
soleada.
Una tarde, después de mucho caminar y tras comernos un increíble
bocadillo, nos tumbamos sobre una piedra para descansar y tostarnos al sol. Y
de paso, aprovechar a colgar nuestra mente en un cielo tan azul que nos lo
decía todo, sin decirnos nada. De tal guisa, nos hubiéramos quedado dormidas,
si no llega a ser porque desvié la vista del cielo y la coloqué sobre un risco,
una difícil mole de piedra que se alzaba a nuestra derecha, en la que, mirando
por mirar, les vi.
"Oye" -le comenté a mi amiga- "¿te has fijado por dónde van
aquellos?", dos chicos ascendiendo por lo que parecía una trepada fuera de
pista.
Estaba casi dormida y le costó distinguirles entre las rocas,
pero en cuanto su cerebro digirió la escena, entró en modo “super-girl”, se
incorporó y, entre comentarios hacía mi -"se van a matar, van mal por ahí"- y
hacía ellos (a gritos) -"por ahí nooo, a la derechaaaa, ahí noooo…"-, comenzó una
de las mejores escenas surrealistas que he presenciado nunca.
Foto: Iñaki Berazaluce
No había nadie más en la zona. Nosotras, al resguardo de una vaguada
acariciada por el sol, y ellos, encaramados en el risco. Pero "super-girl" no se
había colocado la capa para nada y, puesta en pie, agitando su forro polar,
continuaba indicándoles a gritos que la senda iba más a la derecha, que
rectificaran porque por donde ascendían tenían peligro de despeñarse.
Yo, con un organismo más cercano al de la tortuga que al humano,
estaba tan perpleja, mirando a unos y otra, que no acababa de interiorizar lo
que estaba sucediendo.
"Oye", le dije a mi amiga, "que igual quieren hacer esa cima, que
no les llega tu voz, que..." Nada, ella a lo suyo, gritando cual posesa y
agitando todo lo que se le ocurría para captar su atención.
Y lo consiguió.
A pesar de la distancia, alguna onda les debió de llegar, porque
se detuvieron, se pararon y miraron hacia abajo. Nos vieron. Mi amiga, feliz, "menos mal", suspiró, y siguió haciendo sus indicaciones para que cogieran la
diminuta senda que discurría unos cuantos metros a su derecha. Eso no lo
captaron bien. Porque empezaron a bajar en línea recta hacia donde estábamos
(yo les veía muy expertos, la verdad) hasta que ya, bastante cerca de nosotras,
van y nos gritan: "¿Os pasa algo? ¿Necesitáis ayuda?"
Vale, os resumo el final, fueron muy majos, muy majos. Después
de desandar todo el difícil trecho que habían ascendido, y después de acordarse
de todo nuestro árbol genealógico, supongo, se terminaron riendo con nosotras.
Y continuaron por su camino, porque iban muy bien por él.
Foto: The Gloss
Mi amiga es así. La mayoría de las mujeres, también. Estamos tan
acostumbradas a pensar en los demás, que al final terminamos intentando salvar a
quien ni tan siquiera está en peligro.
Empáticas por naturaleza, necesitamos que alguien nos enseñe
cuándo debemos preocuparnos sólo por nosotras mismas. Eso os cuento.
Suerte con la vida.
Fiona L.
© Textos bajo el epígrafe “Fiona L.” y epígrafe todos los derechos reservados.
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